La curva

 

 

Yo tenía mi reciente y fresca Licenciatura en Filosofía y Letras, Rama Pedagogía, con el añadido de la  especialidad en Supervisión Educativa y además, tenía tiempo aseado para seguir indagando en las teorías y prácticas de la enseñanza. La Universidad belga de Sart Tilman (Lieja) me aceptó como estudiante de cursos de postgrado -así lo llamaban en la época- cursos por los que una vez superados según el criterio de la cátedra, se me reconocería la elevada condición de doctor. No se hablaba entonces de “masters” ni existía cosa parecida a la Universidad de Harvardaravaca.

 

Uno de los cursos dependiente de la cátedra de Gilbert de Landsheere, lo impartía el profesor Marcel Crahay y en él tratábamos de profundizar en los diferentes estudios y tesis existentes para detectar “cómo los maestros enseñan”; es decir, qué hacen las maestras y los profesores cuando dicen que enseñan, cómo se pueden analizar los procesos de enseñanza y aprendizaje, cuáles son los elementos sustanciales y cuáles no tienen significación en la transmisión de los conocimientos, cuáles son los más efectivos y exitosos,…

 

Las técnicas de observación, grabación y registro del comportamiento de enseñantes y alumnos durante las sesiones de las clases se producían tras un periodo de experiencias que asegurase que los comportamientos no fueran contaminados por la presencia de observador, cámaras y micrófonos. Hasta que la familiaridad de todos los elementos del proceso no estuviese asegurada, los registros no se consideraban válidos. Después se estudiaban. Después se elaboraban hipótesis. Después se contrastaban,…

 

La estructura científica de las universidades belgas era entonces reflejo fiel de los movimientos que los estudiosos estadounidenses impusieron a la Psicología del Aprendizaje, así que debíamos estudiar a fondo las propuestas de Flanders. El Sistema de Flanders de análisis de la interacción que ocurre en el aula, es un procedimiento de observación y registro que se puede utilizar para clasificar el comportamiento de los aprenden y del que enseña. Se grava la actividad y se disponen los registros en una especie de rejilla gráfica pero tiene el inconveniente de no presentar una visión conclusiva.

 

Pues bien, mi propuesta, valorada muy positivamente por el profesor Crahay superaba en claridad expositiva y conclusiva la tarea de la rejilla de Flanders y surgía de la matematización de las conductas de las acciones e interacciones que se producían en el aula.

 

Pero mi estancia en Bélgica toca a su fin sin que pudiera abordar mi avalada hipótesis. Vuelvo, regreso definitivamente a España y me presento ante la máxima autoridad universitaria regional en materia de educación; a tal señor –de cuyo nombre no quiero acordarme- le presento explicación y papeles y me dice que mi estudio tiene un marcado sesgo cuantitativo, que había muchas fórmulas y cálculos, que lo que aquí se imponían y triunfaban eran los estudios cualitativos. Que yo no tenía nada que hacer. Y sigo en stand by.

 

A lo largo de treinta años llevo, guardando y observando el poquito caso que hace nuestra sociedad y sus dirigentes a los estudios avalados por las ciencias exactas (Matemáticas & Física) y el acuse efectivo y afectivo que provocan las artes cualitativas (Imágines y Palabras); o sea, lo cualitativo.

 

Como prueba -creo irrefutable- tenemos a toda una autoridad presidenta de la Comunidad de Madrid, inmutable y desafiante ante la rotundidad de datos, registros, tendencias conclusivas, expresiones gráficas cartesianas, estadísticos,… Nada. Toda información que no coincide con su planteamiento cualitativo, se defiende con una palabrería cada vez más insoportable, ilógica y rebosante de engreimiento.

 

 

 

Gregorio Tovar Barrantes,

30 de septiembre de 2020

Por prescripción médica

 

 

 

MLC

 

 

Aprendemos mucho cuando destinamos sentidos y voluntad a la misión de adaptarnos a situaciones nuevas e inesperadas; pero aprendemos más y mejor cuando la necesidad de interpretar ha de superar un posible mal entendido, una explicación complicada o una gloriosa  e inusual interpretación.

Para el caso de ahora, conviene fijar que los protagonistas de la anécdota son los miembros de una pareja conocida por el vecindario como matrimonio dado a las discusiones de elevado volumen y rápido descenso de la tensión porque hay otras cosas más importantes que seguir haciendo.

Ella responde a MLC y él a JLC; ambos de condición labriega, hogareña, rústica, sin dobleces, práctica y desajena de vergüenzas.

Entonces ocurrió que en la bronca de aquella mañana, el marido estaba dentro de casa y la esposa fuera, barriendo su parte de calle y fachada. Los dos en sus quehaceres de preparar los atajarres de las bestias y amontonar la escasa basura que mostraba la calle. Y a pesar del esmero en sus ocupaciones, ambos, proseguían alterados en la esgrima de razonamientos y acusaciones. No sabemos el motivo exacto de la querella y sí apreciamos que el nivel de irritación se elevaba sobre todo en la acalorada esposa.

Es entonces cuando se quita ella una zapatilla y se la lanza al oponente que, con visión cautelosa, evita el golpe tornando un poco la puerta que le sirve como escudo y desvía la alpargata -sin haber encontrado blanco- al medio del zaguán; por lo que se envalentona el esposo y le sirve de acicate para hacerle ver a su enfadada cónyuge su mala puntería, su mal perder y su mala leche. No debió vocear el marido estas dos últimas palabras a los vientos, porque entonces entendió ella que habría llegado a oídos de las vecinas la fama que no deseaba y, en ademán aún más ágil y violento, se quitó la otra zapatilla y la lanzó alcanzando el mismo éxito, aprovechando el escudero para cerrar totalmente la puerta y atrancarla, dejando en las afueras a su esposa agarrada a la escoba y repleta de irritación.

De cómo salir de la situación que había dejado de ser privada y convertida en pública y notoria, era el desafío y la prueba de aprendizaje para evitar el ridículo que dicen que trae siempre el fracaso. Ella apoyó la escoba junto al dintel de la puerta y emprendió airosa el camino al comercio, no sin antes anunciar bien alto que se le había olvidado comprar el azúcar y la harina.

Al doblar la esquina, llegando al comercio, otra vecina que no estuvo presente en el apasionado debate le pregunta:

– ¿Cómo es que vas descalza, María?

– Estoy mal de la espalda y me ha dicho el médico que no ande con zapatillas.

Y así valió la impronta para certificar la maestría.

 

Goyo

24-mar-15