Suelo escribir cada quince días sobre una duda de las muchas que se me presentan.
Es cada vez más fácil encontrarme con el espíritu de la incertidumbre o con la carne de la complejidad. Cada vez se reinsiste en cada vez, así que gracias a mi entrenamiento supero la angustia del no saber aunque sufra el martirio de la ignorancia.
Pero en la ocasión de hoy me encuentro frente a una certeza que me gustaría calificarla de primaveral aunque estemos a borde del otoño: me encuentro mentiras por todas partes.
No son las mentiras amorosas que embadurnan el buen ánimo, ni las invenciones infantiles que desean ajustar lo real a lo imaginado, ni los embustes piadosos que difuminan las verdades crueles,… no.
Son ahora decisiones estudiadas a ser mentiras. Provienen de las instancias y de las gentes que esperamos tengan las más respetuosas personas, provienen de los elegidos, de los premiados, de los privilegiados,…
Como ejemplo mucho más atroz que los mensajes que pueden edificarse a partir de las imágenes que anticipan a estas palabras, quiero mostrar la esencia que ya ilumina cualquier debate ideológico: en Noruega, una de las naciones dotadas de una sociedad brillante, ha triunfado la semana pasada el partido político que proclamaba sin tapujos el principio: «Menos impuestos, más bienestar«. Dicho y abanderado allí donde, desde hace medio siglo, se fijó la esencia del bienestar a base del rigor impositivo. Que tal mensaje cultive a ciertas masas del alegre mediterráneo, no repugna con las experiencias históricas; pero que triunfe allá en el frío Mar del Norte, me hace pensar como si fuera verdad-verdad que el proceso del cambio climático es parejo al del cambio ideológico y éste se acerca peligrosamente a los polos.