Uno va a Madrid siempre con desgana; no tengo forma de autoconvencerme. Yo pienso que todos los tres -o cinco- millones de buena gente no pueden estar chifladas; pero las circunstancias se organizan como para recordarme los hábitos distintivos. No me gustan los cientos de coches unidireccionados, las prisas caóticas y las caras de personas cansadas, aburridas o agrias.
Por encontrar algo que me recuerde a la normalidad, caída la noche siento el apetito lo mismo que si estuviera en el pueblo y busco lugar donde restaurar. Es una oferta como con nombre palurdo, porque así podrá despertar el encanto de los jamones y los quesos. El vino se presentó excelente y me pido un «revuelto de espárragos trigueros salteados con jamón» que viene a la mesa como si ya supieran que yo llegaba con tal decisión.
A la vista del plato, el señor camarero me pregunta que qué tal me parece -porque ya le había yo comentado las excelencias del vino- y le respondo preguntándole que si ha ido alguna vez al campo a buscar espárragos trigueros. Y me dice que no, como lamentándose. Así que me deja desprovisto de argumentos y sólo me queda el recurso de tomar primero la foto y después, acabar con lo que el plato presentaba.
Otro día describiré los sabores que encontré en la catadura.
Goyo
20-oct-10