Los árboles de mi pueblo

Aún no sé por qué me dediqué entonces a contar los árboles que tenía mi pueblo en el espacio urbano; fue el tiempo de un gran cambio social: los vecinos decidieron confiar la alcaldía al equipo de José Cortés Ojalvo, hombre socialista dedicado a la sencillez del pensamiento para justificar su generosidad. Era verano cuando se produjo el cese del alcalde franquista y correspondía entonces iniciar formas diferentes de mostrar decisiones de gobierno. En estos recuerdos, vuelvo a intentar recabar la razón, o las razones que me llevaron a contar árboles públicos.

En la plaza del Ayuntamiento seguían creciendo tres hermosos árboles, acacias que daban sombra a la antesala de los soportales y abrigaban la decoración dominical de las vendedoras de pipas y golosinas: La Chata, tía Patrocinio, la señora Nati, El Pollino y La Pola. En orden de Oriente a Occidente.

En la calle Larga Baja, un celtis y una acacia señalaban la casa de Florencio el sastre y la casa de Lucila Cortés. No había más por muy larga que era, y sigue siendo, la calle Larga Alta y la calle Larga Baja.

Dentro del arandel de la iglesia del pueblo conté doce ejemplares: dos palmeras, siete cinamomos y tres acacias.

Para seguir contando árboles subí al paseo, que años atrás comenzaba a tratarse como primer anuncio de zona ajardinada; entre los árboles sembrados a ambos lados de la carretera que llegaba a Cáceres, comenzando por el cine y terminando por los restos del árbol en el que chocó el Tiburón de don Agustín el farmacéutico, había diecisiete ejemplares diversos. A la derecha del inicio de la carretera, un jardincillo cuadrado guardaba seis ejemplares de diversas coníferas que abrigaban a la Cruz de los Caídos; a partir de esta pequeña parcela ajardinada con pequeños y ralos setos de aligustres, se iniciaba el paseo. En paralelo, se presentaban dos hileras de poyos donde se sentaban las familias o amigos por el día y los novios por las noches. Quizá se pensó en ir disponiendo el paseo de forma que se fueren alternando los asientos y los árboles; pero algunos debieron perderse y quedaron más poyos de piedra que árboles. Entre Antonio “Rechina”, jardinero, y yo, contamos cincuenta y seis árboles, de los cuales tres eran ya eucaliptus hermosos, muchos olmos turcos, un tilo y otras variedades que no conocíamos el nombre.

Concluyendo: tres en la Plaza, dos en la calle Larga, doce alrededor de la iglesia, diecisiete en la carretera y cincuenta y seis en el paseo. No me dediqué a contar los que crecían en la barriada de las Casa Nuevas porque desde el principio, tan solo se sembraron arbustos en los jardincillos que, por primera vez acompañaron a las calles; posteriormente, fueron sembrándose árboles variados. Total, poco más de noventa árboles tenía Casar de Cáceres en su casco urbano a finales de los años setenta del siglo pasado.

Naturalmente, no tengo idea aproximada de los árboles que crecían en corrales de las casas y patios de los vecinos; sin duda, muchos más que los que crecían en espacios públicos.

Este repertorio histórico del nuestro arbolado urbano lo traigo a colación porque defiendo que una población debe tener, al menos, tantos árboles públicos como vecinos. Somos unos cuatro mil quinientos paisanos según el censo y apenas hay tres mil doscientos árboles en espacios públicos. Según esta comparativa, nos faltan unos mil trescientos árboles que plantar.

Me apetece publicar estos datos porque recientemente he podido leer en la prensa que la ciudad de Plasencia tiene unos cuatro mil árboles y pretende ampliar su parque forestal con doscientos árboles más “para combatir el cambio climático”.

En fin, alegrémonos que empieza ya la Primavera.

Goyo

20-marzo-24

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