Una de jueces

Pues era un señor, dueño de un señorío atravesado por un río caudaloso. Desde una orilla -digamos la izquierda- comenzaba una puente que la unía a la derecha; y a su final, había un patíbulo junto a una casa que era audencia y habitada de ordinario por cuatro jueces que juzgaban la Ley que puso su dueño, y de así era: «Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar, y si dejere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna».

Aconteció un día que, al tomarle los jueces juramente a un hombre, dijo jurando que se dirigía a la horca para en ella morir y no para seguir andante, ni viviente, por el señorío de su señor.

Los cuatro jueces se abruman con los rigores; si dejan pasar libremente al hombre, permiten falsear su jeramento; y por lo tanto debe morir ahorcado. Pero si lo ahorcamos -comentan- com él dice saber el adónde y el qué, haciendo buen fiel a su juramento de ir a morir en la horca, por haber dicho la verdad, la misma ley lo hace libre y debe seguir.

La memoria en estos casos, acude a Salomón: aquí podemos partir al hombre en dos mitates: la una ahorcarla aunque la otra libre. La mitad que haya de ahorcarse por decir verdad de querer morir, siga con vida; y así la teoría satisface a la mente. Pero los ojos de los jueces infectados por la presencia fáctica de un hombre dúplice ante la ley, no obtienen salida práctica.

Persisten en sus debates, agudizan sus ingenios y encuentran antecedentes en la Tabla de Carneades: dos náufragos conseguen asirse a una tabla que sólo es capaza de soportar el peso de uno; ambos tienen el mismo derecho a la vida; pero ¿quién ha de salvarse?, ¿quién ha de morir?, ¿dónde está la justicia?, ¿cómo se aplica?.

Siguen los jueces en sus cálculos, cavilaciones y discernimientos para vencer al deforme litigio. Ora debate discorde, luego cisma de opiniones,… y el hombre permanece tan libre de sentencia como aprisionado de proceso.

Hay muchas soluciones. No sería oportuno recopiar opiniones de juristas que siguen siéndolo con el paso de los siglos. Me parece más llano y llevadero que ustedes mismo conozcan la solución que don Miguel de Cervantes Saavedra -mucho debió tener también de jurista- pone en boca del sencillo Sancho cuando éste cumple sus oficios como gobernador de la ínsula de Barataria. (II parte, capítulo 51).

Y aplíquese allí donde duela, que el Quijote siempre agradece su desempolve.

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