Primero los haremos torpes;
después les prometeremos escuelas para que nos voten.
Goyo
06-jun-07
Primero los haremos torpes;
después les prometeremos escuelas para que nos voten.
Goyo
06-jun-07
Para los adentros del esquilmado terreno de la Lógica, una falacia es una falsedad disfrazada a veces de estructura argumental correcta pero edificada sobre cimientos movedizos, construida sobre presupuestos lingüísticos equivocados o, simplemente, un embuste elegante. Una falacia, en fin y en principio, es un desafío inteligente destinado al buen uso de los torpes.
En lo que me preocupa, la expresión internacionalmente conocida como “desarrollo sostenible”, sustentable o perdurable, aparece por primera vez en el documento conocido como Informe Brundtland (1987), fruto de los trabajos de la Comisión de Medio Ambiente y Desarrollo de Naciones Unidas, creada en Asamblea de las Naciones Unidas en 1983.
En este último cuarto de siglo hemos edificado a su abrigo, lo que pudiera denominarse “generación adepta al principio del desarrollo sostenible”, como gente creyente en que el desarrollo puede llevar consigo la sostenibilidad, la no agresión a los ritmos que consideramos naturales para el mantenimiento de la biodiversidad que conocemos.
“Desarrollo” implica no solo crecimiento simple y cuantitativo, sino crecimiento enriquecido, aumento de dimensiones con aumento de grado madurativo, con progresión de funciones derivadas de las nuevas dimensiones, incluso con aparición de “marches” nuevas, de nuevas aplicaciones, … incluso de dotación “ad hoc” para nuevas necesidades (asimilación, acomodación, adaptación)…
“Desarrollo” en la concepción de nuestra cultura implica “sinfín”: altavoces con más watios, coches con más caballos, bombillas con más candelas, carretera con más anchura, edificios con mayor altura, puentes con más vado, metralletas con mayor cadencia, personas con más millones,… (¿poblaciones con más hambre?).
“Sostenibilidad” parece que debe entenderse como la capacidad o propiedad que debe tener una acción para asegurarse la autonomía, que no deba depender de otra circunstancia, que se soporte a sí misma, que su condición de sostén no erosione o exija otro sostén.
Los indicios pasados, presentes y futuros parecen indicar que el binomio “desarrollo sostenible” ya no se sostiene. O se sostiene de forma tan calamitosa que provoca respuestas organizadas por la generación que ha de sustituir a la del “desarrollo sostenible” y que no he ser yo quien la bautice; pero que indudablemente va a plantearse el límite ético del desarrollo.
Y hablando de límites, el de los recursos naturales sugería tres reglas básicas en relación con los ritmos de uso de una actividad de progreso para que no deteriore el almacén natural de fuentes de desarrollos sostenibles:
1. Ningún recurso renovable deberá utilizarse a un ritmo superior al de su generación.
2. Ningún recurso no renovable deberá aprovecharse a mayor velocidad de la necesaria para sustituirlo por un recurso renovable utilizado de manera sostenible.
3. Ningún contaminante deberá producirse a un ritmo superior al que pueda ser reciclado, neutralizado o absorbido por el medio ambiente.
En el último caso, por ejemplo, no existe a nivel global un control riguroso de la producción de la industria química; y si pensamos en su faceta de la industria armamentística, el escándalo obtiene cotas realmente insostenibles.
La burla, o la desobediencia del segundo caso, que afecta más a la industria energética, parece que es el más conocido: la energética de los fósiles se sigue utilizando a mucha mayor velocidad que las nuevas formas de producción de energía. Ni siquiera existe la definición de la sostenibilidad promulgada.
En el primer caso, su aceptación primigenia hubiese supuesto desde el mismo principio la radical negación a utilizar energía o productos derivados del petróleo; o al menos el planteamiento de una reducción procesada.
Estamos, por triplicado, ante un intento de verdad que habiendo sido dicha más de mil veces se ha convertido en mentira.
Goyo, 04-jun-07
para mañana, siempre día mundial del Medio Ambiente.
Entre todas las cosas que tiene mi madre, ahora interesa saber que le duele que las gallinas pelechen y que la gata sea una pitorrera; también tiene ya mi madre sus ochenta y cuatro años retorcidos y arrugados, y un torrente de voz clara que inunda los campos. Cuando vamos al huerto se invaden los alrededores con llamadas a la gata, que hace una quincena que no sabemos bien dónde habrá ido a parir; ya está seca y despeinada, con la ubres sin cuidar y remolona como siempre. Mi madre es exigente con la gata: quiere que esté allà cuando ella llega y no le gusta que se pierda por los contornos. Yo trato de hacerle ver que los gatos son más libres que las gallinas y no resisten ataduras.
El huerto no está muy lejos del cementerio, que es la otra marca cotidiana de visita. Justo al lado de los tres cipreses que se clavan en el cielo, lleva mi madre flores a mi padre y comenta sin precaución cómo se marchitan las rosas o cómo se equivoca el tÃo del tiempo que dijo anoche que iba a llover.
Ese dÃa, desde lo alto del tejado del panteón de los Andrada, la gata señaló maullando el saludo de apego y, mi madre, sorprendida por visita y aclamación, también clama que qué hace allà arriba y que por qué no busca a los gatinos y se los lleva al huerto, que es donde tienen que estar. Riñiéndole con gana.
Y la gata vuelve a restregarse el cuello sobre las tejas y sigue pegando la hebra. Y las voces claras se alternan con los maullidos.
Asà que tal grado de extraña y sonora conversación hace venir a Juan Carracacha, que es el enterrador, que ve a mi madre y a la gata en tal parloteo, que entonces descubre que el ama de esa gata que merodea buscando nidos, resulta que es la señora Julia. Ahora mi madre aclara a Juan que la gata está recién parÃa y es natural que ande buscando pájaros para las crÃas y Juan aclara a mi madre que lo único que puede hacer la gata si sigue por allÃ, es levantar las tejas y joder los tejados de los panteones, porque seguro que tiene los gatos allà cerca y que por lo tanto se ha de advertir muy seriamente al animal para que deje la costumbre de venir a molestar la paz, las tejas y los pájaros.
Y a mi madre le sobreviene la honda preocupación de cómo convencer a la gata para que allà no vuelva y lleve los gatitos al huerto.
De esta forma, yo no sé si lo procedente es regañar a la gata, censurar al sepulturero o amonestar a mi madre.
Goyo
01-jun-07