Lo de moler es cosa de cuando media, mediana y moda andan cerca unas de otras. Eso es como cosa de gente joven que hasta se come al mundo. Los pequeñajos tienen la dentición lechera y los viejetes la tienen adaptada al yogourt; así los extremos siguen acariciándose.
El caso es que un comentario en el Twitter me ha despertado la memoria que fecundó mi horror hacia el dentista moderno.
Yo creo que la Ciencia tiene dos gravísimos frenos prediseñados: uno es que no se atreve a definir la ruta del estudio para eliminar de la especie humana la aparición de la caries en las piezas dentales y el otro, es que no acaba de inclinarse hacia la investigación primaria y profunda sobre el Magnetismo como fuente energética (de esto último escribiré otro día).
Mi caso comenzó hace ya muchos años pero ya digo que lo he recuperado: he vuelto a detectar el origen de mi aversión hacia el metal inoxidable que toca mis dientes, la potente luz que alumbra mi boca y la inexplicable dejación que ofrecemos los humanos ante la presencia de un dentista; para colmo, él de pie y nosotros tumbados en un sillón.
Pues era entonces verano seco y los aires estaban sin acondicionar y la sala de espera no tenía ni botijo. Y la enfermera dice de carrerilla el nombre de seis; el mío fue el quinto. Así que fuimos pasando uno a uno para que en el primer viaje nos inyectase el galeno la anestesia. Como cosa pronta, al primero le volvió a tocar el sillón casi de inmediato ya que en pinchar la zona donde iba a ser extraída la pieza no costaba mucho tiempo.
Calculo yo que, por los gritos, la anestesia estaba lenta y el pobre hombre anunció claramente la debida predisposición de los cinco que quedábamos en espera de cosa cierta.
El segundo fue un ejercicio silencioso, lo que quizá pudo recomponer los ánimos que fueron aumentados cuando el tercero tardó poco, no hubo gritos y salió derecho. Al cuarto debió pasarle algo imprevisto porque los dos que quedábamos y la próxima tanda de seis que ya se había completado, miraban los relojes comprobando que funcionaban pero que el tiempo se habría refugiado entre el dentista y la víctima que comenzaba a última hora a dar alaridos.
Cuando me tocó el turno sentí que no estaba la cosa para tocar nada; la muela seguía en su sitio y el dolor había de nuevo aparecido quizá por culpa del cuarto. Total que cuando quise darme cuenta, me maravillaba yo de la maestría del sacamuelas haciéndome preguntas como para sustituir la ausencia de lidocaína. Ya sabéis lo mal que pronunciamos entre dedos y alicates. Esta es una técnica universal pero que no está contemplada en la DUDH: el dentista hace preguntas sin son ni ton que el paciente trata de responder con ton y son.
Creo sinceramente que aquella extracción fue noblemente ejecutada con todos los nervios a flor y despiertos, con preguntas al aire y respuestas inaudibles.
Como ya no preguntaba aquel dentista cosa interesante, con dudosa pronunciación por llena la boca de sangre calentita, salí de la sala de tortura mayuscando groseramente: «cashrnicsero».
Comprenderá ahora mi dentista cómo y tanto sudo en el sillón, cómo y tantas veces me dice: relájate, hombre
Goyo
29-jun-10