La rebelión de las costureras

 

 

 

La ciudad se estaba quedando muda; ni las fiestas, ni las bodas, ni los cumpleaños animaban el estar y el vivir de los días. Las fechas, las semanas y los meses aparecían y desfilaban como larvas silentes de procesionarias. Todo deambulaba penoso y flácido; los perros también transitaban su fatigada bravura dejando a veces descansar el lomo en las paredes limpias. Estando juntos, las risas de los niños, sus voces vitales y algunos gritos de juegos contagiaban de vida. Era la primavera dispuesta para prohibir los trinos y el tiempo crudo necesario para escribir este cuento.

 

En aquella fábrica de las afueras, repleta de barracones apretujados, la sirena humillante señalaba los plazos: hora de cambio de turno, hora de comer, hora de vuelta al trabajo y hora común e interminable de seguir soportando la rabia dominada.

 

Nadie lo había promulgado; pero todas las mujeres soportaban la espera de un proyecto común que les adecentara el futuro y que les hiciera perder el perverso tono femenino que los patrones transformaban en matrices. Sólo era unir piezas, cambiar canillas, cortar los hilos sobrantes, doblar blusas, planchar vestidos y observarse que también ellas eran pelusa humana arrinconada,… pero apartada de las rutas nobles por donde transcurrían los tejidos acabados, los trajes secos al vapor y los dineros invisibles de los bancos.

 

Quizá ninguna se atrevía a proponerse como muestra y modelo visible que liderase la revuelta preñada. Se buscaba otro símbolo radiante, a la vez agresivo y tierno, como cuando los gatos se lamen las manos con las uñas ocultas.

 

Dos tenues recortes de tela unidos por una puntada, o por un alfiler que a la vez clavan la bandera del bienser por cualquier parte. No era una mariposa, no recordaba a una mariposa, no parecía un lazo, podía tener cualquier color, tampoco semejaba las alas de una golondrina si se hubo de elegir un par de trocitos negros y alargados,…

 

Salían de la fábrica como espantadas por el ulular y se prendían en la corteza de los árboles, o se ataban en los hierros de las rejas, se dejaban colgar en las ramas finas de los aligustres, en las solapas o en las canastas que llevaban el pan caliente al mercado.

 

Aquellos días, los barrios, las casas y las personas se dejaron posar miles de torpes mariposas, variadas, discretas,… que todas juntas compusieron la denuncia del clamor.

 

Allí entonces se produjo el requerido ejercicio de autoridad necesaria para restablecer el viejo orden: queda prohibido que las mariposas vuelen; y si alguna lo hace, queda prohibido que se pose. Y si alguna se posa, queda prohibido pasar al lado de una mariposa quieta que, en tal caso, los ciudadanos honestos deberán retirarla allí donde lo aconseja el bien común.

 

Si pasáis ahora mismo por las calles, notaréis las paredes, los coches, las tiendas y los cielos vacíos de mariposas; pero si registráis los bolsillos de los transeúntes encontraréis al menos una que, cualquier día de estos quedará depositada con frescura en lugar visible.

 

Pese a que las fuerzas del orden privado seguirán anunciando miedo con sus sirenas.

 

Goyo

22-feb-13