¿Por qué no invitamos a la teutona?

 

Parece que no nos ha ido mal con algunos alemanes; aquel Carlos que fue quinto y primero, convirtió a los reinos cristianos de la península en una multinacional de época, de tal forma, que los oros y los tesoros de los dioses y reyezuelos paganos del Nuevo Continente pasaron a los cálices y coronas de los mandamases europeos, que eran los que tenían la religión «única y verdadera«. Pero como siempre, fueron los banqueros los que a la postre conquistaron las Américas.

A Carlos no le queríamos mucho al principio porque no dominaba aquel castellano, ni ajustaba su vida a nuestros hábitos sociales; mas al final de su recorrido optó por retirarse en las tierras frescas y soleadas del norte de Extremadura, a un monasterio desde donde lo mismo escuchaba misa que pescaba tencas en el estanque que aún existe bajo el balcón que abría su habitación al campo verato. A la postre, se sintió rico y poderoso entre y con nosotros.

Muchos años más tarde, Helmunt Kohl, nos prestó su masa gravitacional para que aquel joven Felipe González asentase Iberia en mitad de Bruselas; el peso pesado tendría algo de herencia de los Ausburgo porque nunca puso resistencia a recoger para ampliar y unificar (acuérdense que hasta unificó su propia Alemania rota).

Ahora mismo, Doña Ángela Primera de Alemania y Primera de España, parece ser heredera de los Fugger dada su habilidad de recoger intereses propios y ajenos a riesgo de abandonar a los súbditos pobres del sur. Doña Ángela, con la ayuda de varios cercanos, ha provocado que los banqueros tengan más fuerza y predicamento que los parlamentarios y sus órganos de representación, que no representan a los intereses de los necesitados y sí a los intereses de los potentados.

En ese ambiente el obrar periodístico es pura mercancía, cueva de tertulianos zafios y refugio de cientos de becarios que escriben con una mano y con la otra se tapan la nariz. Este extraño fenómeno invade lo mismo a universidades, que a programas televisivos, que a debates de las barras de los bares.

Como con esta última amistad alemana no anda la cosa bien, lo mismo suavizamos su carácter bancario a base de picotas y de chapuzones en las gargantas, que por eso tengo en duda si alguien importante la trae a Yuste para que se refresque.

 

Goyo

08-oct-12

Cuatro asas

La historia dicen que apareció en la ciudad belga de Mons, allí donde Carlos de Ausbourg, nieto de los Reyes Católicos, emperador por los cuatro abuelos y, a lo que nos interesa ahora, cervecero amante supo del caso. Aunque esta manera de contar la mejora en mucho mi amigo Julio “el largo”.

Cuando las tabernas no tenían nombre y allí llegaban las cervezas y los quesos de las abadías, la buena gente disfrutaba de las tardesnoches con la ayuda de los caldos elaborados al modo de los monjes trapistas. Debéis saber que la buena fama de la cerveza está el Bélgica aunque Alemania se crea lo contrario.

Jarra

Carlos, que frecuentaba ciudades diversas y tabernas alegres, se presentó en la ocasión a ésta que decimos; y la tabernera, de corte y presencia wallona, le ofreció una jarra que sujetaba con la mano. El emperador le hizo ver que así no era fácil tomarla pues el único asa lo tenía ocupado la mano que se la ofrecía, por lo que la experiencia la utilizó para ordenar que se hicieran jarras con dos asas: la una para servir, lo otra para tomar el servicio.

Y así fue que al cumplirse el diseño y repetir visita con el tiempo, la tabernera se presentó segura ofreciendo al emperador la jarra agarrada por ambas asas, como asegurando que así no se derramaría. Carlos corrigió la falta de perfomance sugiriendo que se hicieran jarras con tres asas. Y así se evolucionó el diseño de las jarras de cerveza para ajustar el mercado a los deseos del imperio.

A la tercera ocasión, rodeado de expectantes flamencos y holandeses -todos banqueros- Carlos pidió cerveza en aquella jarra triasada; no obstante, la maestra cervecera cometió la falta indiscreta de presentar la zona sin asa frente al visitante y como la tercera se aproximaba en exceso al par de senos, Carlos volvió a incomodarse al tomar la jarra y ordenó convencido que las jarras deberían tener cuatro asas, para que tanto el emperador como la tabernera ejercitasen la libertad plena de coger la jarra por cualquiera de sus agarres, sin perjuicio de servidumbre o de majestuosidad.

Quedó patente a partir de entonces la emperial forma de arreglar las cosas: una buena jarra de cerveza ha de tener cuatro asas.

Lo que cuento porque una pandilla de curios@s del Twitter me ha incitado, y así espero regalarme alguna jarrita y mejor compañía.

(Carlos I de España y V de Alemania, se retiró a Cuacos de Yuste, un pueblecito de Cáceres, donde vivió sus años finales rodeado de cerezos, gargantas y monjes. Y bien alejado de banqueros; quizá demasiado ocupados porque ya le estaban preparando a su hijo cosa parecida al Moody’s)