Estoy cambiando

Bellotas23

Parece que cada especie de ser vivo de este planeta requiere compañía; hasta ese ejemplo autodenominado «humano» está entrando en el hábito: es ya muy frecuente dotarse de un «animal de compañía» para sentirse como más realizado. Dicen. También percibo que no es tanta la moda de hacerse de «vegetales de compañía»; eso es muy antiguo y ocurría siempre a nuestros abuelos. Mira, ese limonero lo sembró tu abuelo,… y también aquel algarrobo, que lo trajo chiquininino de la Sierra de San Pedro, y también las parras del lagar del señorito…

Yo no sé por qué cambié en el año 1992, quizá cambié antes pero no me di cuenta del número, y recuerdo la cifra porque ese año de fastos descubrimientos envié a la Casa Real un sobre con dos bellotas, y algunas explicaciones, para que se sembraran allá donde la realeza dispusiese su tino; supongo que entre tanta atención a la diversidad de eventos, aquella apuesta quedaría perfectamente clasificada en el cajón de cosas inclasificables. En fin, fue ese año; que también fue el primero en soñar que si los extremeños nos dedicásemos a regalar bellotas como símbolo eco-navideño, llenaríamos el futuro de jamones de invierno. Ya saben que los jamones hay que ganárselos. Quizá por eso, los otros reyes, los Magos, regalan en mi pueblo -desde aquel año- plantones de alcornoques, de encinas o de pinos piñoneros, al público que presencia la cabalgata de la Noche Mágica del 5 de enero. Los hay incluso que se acercan a recoger sus vegetales de compañía sin haber hecho atención a la Magia o a la Realeza.

Así, son miles las apuestas a lo largo de estos últimos 18 años, tiempo como para pensar en mayorías y aprovechar aprendizajes.

Tenemos encinas -nacidas de bellotas extremeñas- en Navarra, en Italia, en los páramos de Cuenca, el Tucumán, en Rosario, en las Isla Canarias, en Buenos Aires, en Chile, en Nicaragua,… las más recientes viajaron este año a Egipto, para un salmantino que me encontró en la red y me preguntó que a cuánto vendía las bellotas. Le envié las últimas de la campaña junto con plantones de alcornoques y de encinas, (todo gratis gracias a MRW-Cáceres) ya casi en tiempo aquilatado y de las que no conozco nada de su nacimiento o de su arraigo. Ya saben cómo de revueltas bajan las aguas del Nilo; y el castellano que me las pidió no me ha vuelto a dar novedades.

El caso es que nuestras gloriosas dehesas sirven de agostadero de estudios románticos; al igual que romántico me parece ya sembrar un árbol. Se nos escapó el bosque mediterráneo, se nos escapan los últimos encinares y alcornocales: la ecología magrebí sigue ampliándose al norte del charco mediterráneo, sigilosamente, con la complicidad silenciosa de godos y visigodos.

No obstante, sigo sembrando árboles pese a mi mayoría experimentada; pero ya lo que estoy por aprender es a «sembrar bosques«. Como ustedes saben eso supone recolectar un ejército de bichos vivientes, arbustos, arbustinos, hierbajos, hongos, florilegio, lombrices varias, líquenes, semillas invisibles, semillas que se ven, pájaros varios, lagartitos, rumiantes, depredadores, bacterias, setas, espárragos,… y «minicrobios», como decía aquella maestra para demostrar con ejemplaridad lingüística el tamaño de la vívida pequeñez.

Y es que de mayores nos hacemos más difíciles y perdemos la bruta simplicidad que nos regala la infancia.

Goyo
02-mar-11
Bande

Banderita para los bosques desaparecidos y para los futuros.

El mito de la dehesa.

La dehesa es el resultado de la primera agresión estudiada contra el bosque mediterráneo. Adehesar, hacer dehesa, supone reservar, proteger, poner en relevancia -esencialmente- dos especies arbóreas (encina/alcornoque) a la vez que se elimina el resto de arbolado, todas las especies arbustivas y una gran parte de las herbáceas, lo que ocasiona la eliminación de mucha microfauna y microflora, muchos tipos de insectos y, por ende, reduce la diversidad y las poblaciones de invertebrados, de reptiles, de anfibios, de peces, de aves,… y de mamíferos, sin que por ello suponga riesgo significativo para la especie humana. O eso se cree.

Esto último, el hecho aparente de no suponer peligro para la especie humana, es el gran inconveniente; digamos que no se nota, como la hipertensión arterial, aunque a la larga daña al músculo, al complejo cardiovascular, al sistema renal,…

Muchas voces usuales que ahora suenan, defienden con renovado orgullo que el sistema agropecuario enclavado en la dehesa es un ejemplo de armonía ecológica. Yo no lo tengo muy claro.
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Me inclino a favor de las estampas de encinares sobre suelos con alfombra verde, sobre el que berrea un venado o sobre el que hoza una piara, o sobre el que picotea una avutarda,… pero eso no es biocenosis completa; es una biocenosis reducida porque el biotopo ya fue intencionadamente alterado. Las estampas de los dulces encinares, son imágenes muy agradables al sentido de la vista, que es sin duda el que primero que utilizamos para valorar una alteración que sufra la Naturaleza; pero no es el único parámetro científico. Es más, son otras las medidas y las dimensiones -muchas veces no perceptibles a ningunos de nuestro sistema sensorial- las que determinan un resquebrajamiento de lo natural ocasionado por la acción humana, una erosión medioambiental, un ataque al biotopo. Estas agresiones suelen tener beneplácito moral cuando se ejecutan a cambio de una incierta garantía de supervivencia humana; pero lo que suele ser en nuestros días preocupante es que las agresiones intencionadas se cifran a cambio de tanto beneficio economicista como perjuicio medioambiental. El arma depredatoria por excelencia es, en la especie humana, el dinero, no la supervivencia de la especie.

Entonces, y para eso, se mira de nuevo hacia la dehesa, a ver cómo podemos mantener la valía de sus pasados frutos. Otra breve mirada al pasado quizá también convenga. Pero los campos de la dehesa ya no se roturan, el encinar no se renueva, la ganadería vacuna dilapida árboles como si ese fuese su pienso. No nos debe extrañar que todo el ámbito del encinar sea sensible a microorganismos oportunistas que explicarían con precisión el fenómeno de «la seca».

Hasta el año 924 no aparece el término dehesa según constata el diccionario de Joan Coromines, aunque con anterioridad nos encontramos en las Leyes visigodas la palabra referida al acotamiento de predios, el llamado pratum defensum, seguramente heredado de los romanos. El término del aquel primer castellano «defensa» derivará en el nuevo «dehesa», según los estudiosos que hace referencia al terreno acotado al libre pastoreo de los ganados de la trashumancia de la poderosa Mesta.

La razón y la lógica de tanto descalabro vegetal y animal no es otra que asegurar al pastor, al vaquero, al porquero,… una mejor visibilidad para controlar el ganado, para evitar pérdidas, para impedir los ataques de los lobos,… en fin, para asegurar pastos más abundantes que los que permitiría la diversidad arbustiva del sotobosque mediterráneo. Una breve relación de arbustos que «estorban» en la dehesa, quizá nos facilite imaginación del rosario de vida animal y vegetal que desaparecen en beneficio de las especies de hierbas gramíneas bajo la presencia de alcornoques y encinas: los lentiscos, las cornicabras, los labiérnagos, las jaras, los tomillos y cantuesos, la aulaga, la escoba, la retama, el brezo, el romero, la lavanda, aladiernos, torviscas,…

Y, además, todas las siguientes especies arbóreas son declaradas «inútiles» para la dehesa: el pino carrasco, el pino piñonero, la sabina, el madroño, el quejigo, el roble meloso,…; con lo que el bosque mixto, el impenetrable hábitat del jabalí, el lince, la gineta,…el bosque galería y las zonas en el que aparecen especies frondosas como el álamo, el chopo o el olmo que podemos encontrar en los márgenes de los ríos, lagos y lagunas, se desbrozan, se descuajan, para disponer suelos más controlados y serviciales a las labores de pastoreo. Otros de los aprovechamientos derivados se cifran en obtener tierras para cultivo, leña y corcho; porque la bondad de la silvicultura que concede el sotobosque mediterráneo ha quedado ya eliminada.

Como condicionante sociológico, hubo un tiempo en el que la existencia de la dehesa favoreció pequeños asentamientos rurales, o que incluso fijó población en los pequeños pueblos; pero hoy ya no podemos argumentar en su favor este freno natural a la huida del mundo rural hacia la ciudad.

Suele percibirse cada vez con mayor rotundidad que el tratamiento del complejo agropecuario de la dehesa tiende a una especie de abandono de las artes tradicionales; primero porque los trabajos y labores del campo han cedido al maquinismo y con ello, oficios, saberes y especialistas han desaparecido.

Se aproximan tiempos donde otra vez la subvención pública ayudará a que la propiedad de la tierra y su potencial de cambio monetario, siga estando en manos y en voluntades ajenas a principios conservacionistas.

Goyo
23-feb-11
Contra otro golpe al estado natural.
Bande