El pozo

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Tengo un pozo. La gente que me conoce sabe que siempre está abierto para beber. El pastor que merodea por el valle se sirve a diario su ración de agua virgen y yo soy incapaz de acercarme a él sin probar lo que sigue guardando. El agua es limpia por no estar tratada y en él afluye a la misma velocidad que se fuga, y aún así guarda el inconfundible saber de agua de arena, del agua libre. El pozo -como he dicho- se enclava en el pequeño valle por donde transcurre un regato ocasional que anuncia cuándo es otoño, cuándo invierno, cuándo primavera y cuándo verano; así que suponemos que el pozo no es otra cosa que un pequeño almacén permanentemente abierto del manto freático. Como está muy somera la roca madre, en la mejor de las bondades del agua, apenas su profundidad llega a mi altura y en las épocas más bajas del seco septiembre, el agua aún cubre mis rodillas. El regato -que es la expresión rústica del culto arroyo- mantiene lo que nuestras leyes sobre el agua dicen que debe cuidarse de las tierras de su alrededor; el cauce de policía es generoso y respetado, caso infrecuente de cursos de aguas que a duras penas circulan por lo «urbanizado».

Así que debe ser entendible que organicemos «agua para las ciudades» pero que se mantenga el debate de cómo ha de pagarse el lujo que requiere el Urbanismo y la Higiene, que si el agua es bien común, lo mínimo exigible deberá ser gratis (1,8 litros por persona y día) y el resto, al precio que dicta la dictadura de la Justicia Distributiva. Otro día explicaré que no es un pozo de petróleo.

Y quien no esté de acuerdo, que vaya a nuestro pozo.

Goyo
Día Mundial del Agua.
Una banderita para las aguas del campo 😉
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